Señor de la Peña, creencia ancestral.

De joven solía todas las Semanas Santas llevar gente a este magnético lugar de peregrinación. Una de las devotas más abnegadas era Doña Petrona Vega, organizadora desde la década del sesenta de todo tipo de peregrinaciones, con quién además, era lindo viajar porque contagiaba de su buena disposición y su fe cristiana. El viaje se iniciaba cerca de las cinco de la tarde del día jueves. Luego de los rezos de rigor, parábamos un par de veces a la orilla de la ruta para juntar leña en las bodegas del ómnibus. Entre mates, oraciones, bromas y tortillas se amenizaba el viaje hasta llegar a Aimogasta. Buscábamos algún almacén donde aprovisionarse de todo lo que podía hacer falta y entrada la noche, se llegaba al desértico sitio.

El Señor de la Peña está ubicado en el noreste de la provincia de La Rioja, en un recodo del brazo oriental de la Sierra de Velasco. Es una inmensa roca de 10 metros de altura que se yergue solitaria en un campo que al Oeste tiene la falda del cerro y algunas rocas menores despeñadas. Hacia el Este se encuentra el Barrial de Arauco, una gran hondonada plana y gredosa, totalmente desértica que dicen fue fondo de una laguna hace millones de años. El horizonte lo marcan unas pequeñas estribaciones lejanas de las Sierras de Mazán.
Estacionados a un centenar de metros se erigía la gran roca, entre penumbras de candelas en la inmensidad de la noche. Mirándola desde el norte, despertaba el fervor de los creyentes por la perfección con que se delineaba en ésta un perfil humano. El dios Yastay para los aborígenes, la cara de Cristo para la grey cristiana.
Al llegar se armaba el campamento bajando la leña para el fogón que entibiaría la cruda noche del desierto. Luego, se improvisaban mesas, algunos sacaban sus reposeras y la mayoría se disponía a cumplir sus promesas al pie de la piedra, donde la vela debía encenderse y protegerse con una manta del viento perenne de estos lares. El promesante se mantenía cuidando que la lumbre no se apagara hasta que ésta daba sus últimos estertores de cebo y llama. Recién allí, entre letanías y ruegos, se juntaban para los lastimeros rezos penitenciales de la Pasión de Cristo.
El ritual continuaba a la orilla del fuego, donde las mujeres sacaban sus canastas para compartir el pan y la comida entre todos. Reinaba una solemnidad religiosa, propia del luto sentencioso del momento pero esto no apagaba la cortesía del diálogo cordial, sencillo, ameno. Muchos volvían a la zona de oración, donde un cura improvisaba un vía crucis muy sentido a la luz de las estrellas. Otros subían al ómnibus a dormir de a ratos tapados por pullos y ponchos porque cuanto más entraba la noche, más frío se sentía.
Entre cuentos de antaño, historias de abuelos y relatos de milagros, las pavas tiznadas entraban y salían del fuego para preparar los mates infaltables, de distintos sabores de yuyos medicinales y hasta un taquito de grapa para atemperar el cuerpo.
Miles de personas compartían el señorial silencio campesino, algunos en sus autos, otros en camiones, muchos llegaban en bicicletas.
La creencia se exaltaba cuando un resplandor del horizonte comenzaba a contornear las cimas de los cerritos. En pocos minutos una desproporcionada luna amarillenta dejaba aturdidos a los presentes instalándose como parte del milagro que muchos buscaban con desesperación. La mística imperante podía percibirse como una alucinación colectiva evidenciada en esos rostros que tomaban facciones fantasmagóricas, exageradas por la creciente vislumbre.  
La luna en todo su esplendor iba elevándose e iluminando el Barrial. El sílice de las arcillas creaba una ilusión óptica un gran lago que reflejaba la luna estirándola, deformándola, desafiando la perfección de su redondez.
El clímax de esta representación espontánea de belleza natural, llegaba  al poco tiempo cuando desde el oriente se comenzaba a perfilar una inmensa hilera de lumínica que se agigantaba acompasadamente mientras partían por la mitad a la luna en la virtual laguna: eran promesantes de a caballo que venían de muchos kilómetros de distancia y al llegar al Barrial portaba cada uno su antorcha. Cientos de jinetes iniciaban esta peregrinación cerca de las cuatro de la madrugada y a unos cinco kilómetros del lugar. Se alineaban formando una cintura de destellos que dividía por la mitad la gran laguna de arena. Durante el éxtasis que significaba ver luna y arenal luminosos de antorchas, el silencio resultaba el remate más conmovedor, la evidencia de que la devoción no era en vano. Era la luz espiritual que venía a poseernos, a la que gustosamente nos prodigábamos. 
La liturgia continuaba el día siguiente hasta pasadas las tres de la tarde. Después de la pasión, iniciábamos el regreso en un clima de solemnidad y recato, con la templanza propia de quienes han ofrendado a su Dios la mayor de las virtudes inmateriales que llenan al ser humano.
Durante el camino de regreso las oraciones fluían con otro ímpetu, las voces tenían otro color, los rostros no acusaban el cansancio. Un brillo especial refulgía en las miradas de los peregrinos, que retornaban rebosantes de espíritu. Regresaban con la esperanza del ofertorio sagrado, la paciencia renovada en la simpleza de su creencia. Volvían con la plenitud de la fe recobrada.

Poly Badoul

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